lunes, 23 de agosto de 2010

La hora de correr

Colgada de la mano de su hermano mayor corría por entre los cafetales de la finca vecina. De improviso se detuvo para tratar de descansar y fue jalada por la obviamente superior fuerza de su acompañante, cayendo de bruces al suelo y siendo arrastrada un par de metros más antes de que su hermano se enterara. Le dolió; pero acostumbrada a ese tipo de situaciones se tragó el llanto y se levantó haciéndose la valiente.

-¡No seás tan marica! –le reclamaba su hermano cada vez que la tiraba al suelo en una carrera.

La casa estaba ya cerca y la hora de comer había pasado hace mucho. La carrera era un intento infructuoso por evitar un castigo que conocían de antemano. Su padre siempre le advertía amablemente, pero como tan repetidas veces se desobedecían sus órdenes, estas terminaban mezcladas explosivamente con su cansancio diario, generando una reacción en cadena que terminaba por hacer efecto en los traseros de sus hijos traviesos. Era un gran hombre, trabajador y muy cariñoso la mayoría de las veces; pero, cuando la temperatura de su carácter llegaba a límites altos los niños tendían a esconderse por su bien.

Esa tarde era extraña, el cielo no había oscurecido a la hora normal y el par de hermanos se había quedado distraídamente buscando pescar algo en el riachuelo que pasaba cerca de la cancha de fútbol del pequeño pueblo. En determinado momento preguntaron a alguien que pasaba por ahí "qué hora es?" y con una cara de asustados que ni el más, empezaron una carrera olímpica a campo traviesa, entre cafetales, potreros, matorrales y zacatales que atrapaban los pies y probaban la fuerza de las piernas para romperlos o la determinación de niño de levantarse cada vez que se llevaba un golpe sordo contra el suelo. Cuando por fin llegaron a casa, la comida había pasado hacía rato y, afortunadamente para ellos el castigo se limitó a acostarse inmediatamente. Tampoco comieron, pero eso era un pequeño sacrificio con tal de no resultar tocados con aquel sagrado chiliyo de papá.

sábado, 21 de agosto de 2010

Un día para recuperar tesoros perdidos

Como encontrarse un billete en la chaqueta que tenías días o semanas de no ponerte. Como reencontrarse una amistad de la que hace tiempo no se sabía nada.
Así me sentí hoy cuando, en medio de la búsqueda de unos trabajos viejos encontré por accidente textos y artes de los cuentos que pensé había perdido en noviembre del año pasado, cuando el disco duro de mi máquina decidió morir.
¡Qué rico reencontrarse con cosas a las que se les ha tomado cariño! Con trabajos en los que uno no solamente ha puesto un poco de pensamiento e imaginación, sino también mucho empeño e ilusión.
No me queda otra más que volver a preguntarme hasta dónde juega la casualidad en todo esto o si solamente es la manera en que el destino me sigue diciendo que tengo que terminar los primeros literarios concebidos, que a veces se quedan en una permanente gestación. ¡A ponerle!

jueves, 19 de agosto de 2010

24 de agosto



como el sol en la bahía
cuando el mar bebe su fuego
y la noche su alegría
como casa como guía
como faro de los puertos
como luz de mediodía
como el aire de los muelles
con el hilo de las cañas
y el olor a sal y peces
como harina como pan
algo bueno que no pides
y se da
cielo limpio cielo azul
como todo si estás tú

como el día que amanece
con la luz haciendo paso
entre las calles y la gente
cosa tibia que se mueve
por la luna de mis labios
agua y musgo de la fuente
como flor en los balcones
como helecho de los patios
despertar de las canciones
como harina como pan
algo bueno que no pides
y se da
cielo limpio cielo azul
como todo si estás tú.

"Bahía", de Pedro Guerra. A menos de una semanita para el concierto.